11 MUJERES ASESINADAS por SU ROPA | La HISTORIA REAL de las MODAS más LETALES

11 MUJERES ASESINADAS por SU ROPA | La HISTORIA REAL de las MODAS más LETALES

¡Bienvenidas, mentes curiosas! ¿Sabéis cuáles fueron las modas más letales de la historia? Un cálido día de julio de 1861, el poeta estadounidense Henry Wadsworth Longfellow y su mujer, Frances Appleton, a quienes sus conocidos llamaban Fanny, pasaban la tarde tranquilamente en su hogar. Mientras su marido dormía la siesta, Fanny guardaba en un sobre, a modo de recuerdo, un mechón de cabello de uno de sus cinco hijos, que tenían entre 15 y 6 años de edad. Cuando se disponía a sellar el sobre con lacre caliente, su vestido comenzó a arder y las llamas la envolvieron en pocos segundos. Su marido acudió corriendo, la arrojó al suelo y trató de envolverla con una alfombra para apagar las llamas. Pero la alfombra era demasiado pequeña, así que el poeta tuvo que emplear su propio cuerpo para sofocar el fuego. Fanny sufrió quemaduras tan graves que falleció a la mañana siguiente. Tenía 41 años. Su marido también recibió importantes quemaduras y, para ocultar las de su rostro, nunca más volvió a afeitarse. No se sabe si lo que prendió el vestido de Fanny fue una cerilla, una gota de cera ardiente o una vela. Pero lo que sí se sabe es que a mediados del siglo XIX –una época en la que las velas, los candiles y las chimeneas encendidas aún estaban por todas partes–, los vestidos femeninos ardían como antorchas, ya que en su elaboración se empleaban telas altamente inflamables sin ningún tratamiento ignífugo y, además, a finales de la década de 1850 se había puesto de moda un invento infernal: la crinolina, también conocida en España como miriñaque. Pero vayamos por partes. Primero, hablemos de las telas. El grado de inflamabilidad de un tejido hace referencia a la velocidad con la que atrapa el fuego y el grado en que se quema, y estos factores dependen del tipo de fibra: cuanto más denso sea el tejido, es decir, cuanto más apretadas estén las fibras, mayor resistencia tendrá esa tela ante las llamas y más despacio arderá. En cambio, cuando las fibras están muy sueltas y dejan un espacio de aire entre ellas, el fuego se propaga a gran velocidad. En resumen: si comparamos tejidos que no estén tratados con retardantes químicos, aquellos más densos y pesados, como el poliéster o el nailon, son mucho menos inflamables que los tejidos ligeros y vaporosos, como el lino o la seda. ¿Y de qué estaban hechos los vestidos de las damas de mediados del XIX? Principalmente de seda, algodón y tul. Tejidos muy ligeros y, por tanto, muy inflamables. Comparada con ellos, la lana, que usaban la mayoría de los hombres, era un tejido bastante seguro frente al fuego. Para empeorar las cosas, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX se fue poniendo de moda que las faldas fueran cada vez más y más amplias, lo que obligaba a las damas a ponerse debajo de la falda más y más enaguas almidonadas a la vez. ¡Hasta seis llegaban a ponerse! Como aquello era muy pesado e incómodo, apareció la crinolina, un armazón metálico que se empleaba como sostén de la falda. En Europa, la puso de moda la aristócrata española Eugenia de Montijo, emperatriz consorte de los franceses por su matrimonio con Napoleón III. Pero no solo usaban crinolina las mujeres de la nobleza: el precio de su versión metálica, inventada en Estados Unidos en 1856, era tan barato que casi cualquiera podía comprarse una crinolina y parecerse a las grandes damas. De ahí que el invento se popularizara tanto. ¿Inconvenientes? Aparte de la evidente incomodidad de que tu espacio corporal tuviese un diámetro de más de dos metros, si alguien o algo tocaba parte de tu falda, el armazón hacía que la parte opuesta también se moviera. Y eso algo es muy peligroso en reuniones sociales y bailes, cuando llevas tejidos inflamables y hay muchas velas, candelabros, chimeneas y fumadores a tu alrededor. Literalmente, te estás jugando la vida a cada instante por seguir la moda. Bien lo sabía el escritor Oscar Wilde: dos medio hermanas suyas por parte de padre, Emily y Mary Wilde, de 24 y 22 años respectivamente, perdieron la vida durante un baile por culpa de la crinolina el 10 de noviembre de 1871. Sucedió en Irlanda. La falda de una de ellas se incendió cuando bailaba un vals y, cuando su hermana trató de ayudarla, su vestido también se incendió. Aunque el anfitrión del baile trató de apagar el fuego con su abrigo y haciéndolas rodar por la nieve del exterior, no logró salvar a ninguna de las dos jóvenes. La archiduquesa Matilde de Austria fue otra de las víctimas de la moda de aquella época. El 6 de junio de 1867, con solo 18 años, se encontraba en el palacio de Hetzendorf, en Viena, preparada para asistir a una obra de teatro. Se había vestido de gala, con un vestido de gasa al que habían aplicado una solución de glicerina para que se mantuviera ahuecado. Antes de salir, decidió fumarse un cigarrillo, pero, de repente, apareció su padre, que le había prohibido fumar. Ella, en un acto reflejo, escondió el cigarrillo tras la espalda. Y este prendió fuego a su vestido, que ardió por completo al instante, ya que la glicerina es muy inflamable. Al igual que ella, más de 3.000 mujeres murieron abrasadas por sus vestidos entre 1850 y 1860, es decir, casi una cada día. ¡Y eso solo en Inglaterra! Como hemos mencionado, los tejidos ligeros son los más proclives a incendiarse, y ¿quiénes usaban atuendos así en su trabajo? Las bailarinas. A mediados del siglo XIX, como todavía no existían los focos eléctricos, era común que hubiera lámparas de gas al pie del escenario para iluminar a los artistas, especialmente las piernas de las bailarinas, que danzaban junto a ellas ataviadas con sus tutús inflamables. El 14 de septiembre de 1861, en el Teatro Continental de Filadelfia, en Estados Unidos, 1.500 espectadores contemplaban una representación de la obra 'La Tempestad', de Shakespeare, cuando, de repente, la bailarina británica Zelia Gale cruzó corriendo el escenario envuelta en llamas. La gasa de su vestido se había prendido por la llama de una lámpara de gas de su camerino. Sus tres hermanas, todas ellas bailarinas, y otras compañeras intentaron auxiliarla, pero sus propios trajes comenzaron a arder. Según diversas fuentes, fallecieron 7 bailarinas, incluidas las cuatro hermanas Gale, y, aunque ningún espectador pereció, el teatro se quemó por completó. Las condiciones laborales y de seguridad que padecían las bailarinas de la época eran terribles, pero también jugaba un papel importante el ego, o el exceso de celo por velar por la belleza de sus actuaciones, que mostraban las propias artistas, como sucedió en el caso de la bailarina francesa Emma Livry, toda una promesa que había debutado con gran éxito con el Ballet de la Ópera de París a los 16 años y que encontró la muerte a los 20, tras incendiarse su traje de baile con una lámpara de gas durante un ensayo, en noviembre de 1862. Las quemaduras no fueron muy profundas, pero sí muy extensas, y falleció 9 meses después, cuando sus heridas se reabrieron y sufrió una septicemia. ¿Y por qué fue crucial el ego en su fallecimiento? Porque entonces ya existía un tratamiento químico para que el vestuario fuera ignífugo. De hecho, un decreto imperial promulgado tres años antes, en 1859, obligaba a los empresarios teatrales a tratar todo el vestuario y los telones con esa fórmula, para la seguridad de los artistas. El problema era que aquel procedimiento químico decoloraba las telas y las dejaba acartonadas, por lo que se veían más feas. Así que Emma Livry, igual que otras muchas primeras bailarinas, se negó en redondo a usar esos trajes a prueba de fuego. En una carta que le escribió al director de la Ópera en 1860, decía: “Insisto, señor, en bailar todas las primeras actuaciones del ballet con mi falda habitual, y asumo yo misma la responsabilidad por cualquier cosa que pudiera sucederme”. Es más, incluso después de haberse quemado, cuando se encontraba convaleciente con grandes dolores, dijo sobre las faldas ignífugas: “Sí, son menos peligrosas, pero si alguna vez volviera al escenario, jamás se me ocurriría usarlas... ¡Son tan feas!”. Y no era la única que pensaba así. Otra primera bailarina de la época, la italiana Amalia Ferraris, también se negaba a usarlas, y afirmó: “¡Antes preferiría arder como Emma Livry!”. Pero no todas las prendas asesinas mataban mediante el fuego. Algunas eran más sibilinas, como aquellas tintadas con arsénico. Sí, la humanidad sabe desde hace milenios que el arsénico es extremadamente tóxico y muchas veces se ha empleado como veneno para cometer asesinatos, pero también es cierto que, usado como tinte, genera un bonito color verde muy intenso, y además es barato. En la Inglaterra victoriana, lo usaban para teñir de verde todo tipo de productos: desde cortinas a zapatos, guantes, papel pintado, velas o vestidos. Dos de los compuestos químicos más famosos por su letalidad fueron el verde de Scheele y el verde de París. El primero fue creado por el químico sueco Carl Wilhelm Scheele en 1775 a partir de arsenito sódico y sulfato de cobre, y era un pigmento que proporcionaba un llamativo tono esmeralda a los tejidos. El problema era que, si los tocabas, te intoxicabas. Y el papel pintado teñido con él era un asesino más sutil aún: no hacía falta ni tocarlo; podía desprender gases tóxicos si había humedad en las paredes donde se colocaba el papel. Si llevabas ropas con verde de Scheele, la humedad de tu propio cuerpo liberaba el arsénico, que se filtraba a través de la piel. El verde de París, químicamente relacionado con el verde de Scheele, se empezó a comercializar en 1814 como pigmento para tintas, pero tras el envenenamiento de varios pintores de cuadros, se prohibió su uso como tinte. Y comenzó a usarse como eficaz insecticida, hasta que a principio del siglo XX se prohibió definitivamente por su extrema toxicidad en mamíferos. Si era peligroso estar cerca de productos teñidos con arsénico, más peligroso aún era confeccionarlos. Ese fue el caso de la joven británica Matilda Scheurer, de 19 años. En su trabajo espolvoreaba sobre las flores artificiales que fabricaba un polvo verde esmeralda impregnado de arsénico. En 1861, tras un año y medio sintiéndose mal, con dolor de estómago y mucha sed, sufrió convulsiones, vomitó y comenzó a echar espuma por la boca. Sus uñas se habían vuelto verdes, al igual que las córneas de sus ojos. Tras fallecer, los médicos hallaron arsénico en sus pulmones, su hígado y su estómago. Durante la primera mitad del siglo XIX, en Londres, se había puesto de moda confeccionar los vestidos de baile con tarlatana de color verde esmeralda. La tarlatana es un tejido de algodón, parecido a la muselina, pero más consistente. Y según la prensa de la época, la tarlatana verde esmeralda contenía la mitad de su peso en arsénico. La historiadora de la moda Alison Matthews David explica en su libro 'Fashion Victims' que un vestido de baile confeccionado con unos 20 metros de esa tela contenía 900 granos de arsénico, de los cuales 60 podían desprenderse del vestido en una sola noche. Y la dosis letal para un adulto es de cuatro o cinco granos. Las mujeres que vestían de color verde eran muy peligrosas. Cuando los casos de envenenamiento aumentaron, la prensa comenzó a alertar a la ciudadanía y las mujeres de toda Europa, asustadas con motivo, evitaron usar el color verde esmeralda en sus vestidos. ¿Hasta cuándo? Hasta 1863, cuando la emperatriz Eugenia de Francia... Sí, Eugenia de Montijo, la misma que puso de moda la crinolina. ¡Era una gran influencer en aquella época!... Como decía, en 1863, la emperatriz Eugenia asistió a la Ópera de París con un vestido de color verde esmeralda, el temible color prohibido. Pero se trataba de un nuevo tinte, uno completamente inofensivo, llamado verde de Guignet o 'nouveau vert', que se había inventado unos años antes. Pero, a pesar de no ser tóxico, muy pocas se atrevían a usarlo por su mala fama hasta que Eugenia lo lució en público. Desde entonces, el color verde esmeralda se volvió a poner de moda. Por último, quiero contaros la historia del trágico final de Isadora Duncan, famosa bailarina y coreógrafa estadounidense considerada por muchos como la creadora de la danza moderna. Ella no falleció como las otras bailarinas de las que os he hablado anteriormente, por el incendio de su traje de baile. Sin embargo, también perdió la vida víctima de una prenda; concretamente, de una larga chalina de seda pintada a mano que le había regalado una amiga. El 14 de septiembre de 1927, cuando tenía 50 años, Isadora se encontraba en la localidad francesa de Niza. Tras cenar con unos amigos, se subió al asiento del copiloto de un Amilcar GS, propiedad de un joven italiano llamado Benoit Falchetto. Cuando Falchetto puso en movimiento el vehículo, la larga estola de Isadora, que envolvía su cuello y su talle y ondeaba por fuera del automóvil, se enredó entre los radios de la llanta de la rueda trasera y el eje. Isadora, estrangulada, salió lanzada fuera del vehículo, y fue arrastrada varias decenas de metros, hasta que Falchetto frenó el coche y corrió a intentar auxiliarla. Pero Isadora ya había fallecido: tenía el cuello roto y la laringe aplastada. Su cadáver fue incinerado y sus cenizas depositadas en el columbario del cementerio Père-Lachaise de París. ¿Y vosotros? ¿Qué opináis sobre estos trágicos sucesos? Me gustaría que nos lo contarais abajo, en los comentarios. Y si queréis conocer más historias interesantes, suscribíos a mi canal. ¡Muchas gracias por estar ahí, mentes curiosas! ¡Nos vemos en el siguiente vídeo!

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